–Me voy de compras –le dijo a Jorge su madre–. Sé bueno; no hagas
travesuras.
Decirle eso a un niño es una
tontería. De inmediato, Jorge pensó qué travesuras podría hacer.
–Y no te olvides de darle la medicina a la abuela –dijo la madre, y salió.
La abuela, que estaba dormitando en su sillón, abrió un ojillo y dijo:
–Ya oíste, Jorge. No olvides mi medicina.
–No, abuela –dijo Jorge.
–Y trata de portarte bien.
–Sí, abuela –dijo Jorge.
–Puedes prepararme una taza de té, para empezar –le dijo la abuela a Jorge–. Eso te impedirá hacer barbaridades durante unos minutos.
–Sí, abuela –dijo Jorge.
Jorge no podía evitar que le desagradara su abuela. Era una vieja egoísta y regañona. Tenía los dientes café claro y una boca pequeña y fruncida, como el trasero de un perro.
– ¿Cuánta azúcar quieres, abuela? –le preguntó Jorge.
–Una cucharada –dijo ella–.
La mayoría de las abuelas son señoras encantadoras, amables y serviciales, pero ésta no. Al parecer, no le importaba nadie más que ella misma miserable protestona.
Jorge fue a la cocina e hizo una taza de té con una bolsita. Puso una cucharada de azúcar, lo revolvió bien y llevó la taza al cuarto.
La abuela dio un sorbito.
–No está lo bastante dulce. Ponle más azúcar.
Jorge volvió a la cocina, añadió otra cucharada, removió otra vez y se la llevó a la abuela.
– ¿Dónde está el platito? –dijo ella–.
Jorge se lo trajo.
– ¿Y qué pasa con la cucharilla, se puede saber?
–Ya lo revolví, abuela.
–Prefiero revolverlo yo –dijo ella–.
Jorge le trajo una cucharita.
Cuando los padres de Jorge estaban en casa, la abuela nunca le daba órdenes de esa manera. Sólo cuando lo tenía a solas empezaba a tratarlo mal.
– ¿Sabes lo que te pasa? –dijo la vieja, mirando fijamente a Jorge, por encima del borde de la taza, con sus ojillos maliciosos–. Estás creciendo mucho. Los niños que crecen demasiado rápidamente se vuelven estúpidos y perezosos.
–Pero yo no puedo remediarlo –dijo Jorge.
–Claro que puedes –dijo ella–. Crecer es una fea costumbre infantil.
–Pero tenemos que crecer, abuela. Si no creciésemos, nunca seríamos mayores.
–Bobadas, chiquillo –dijo ella–. Mírame. ¿Estoy creciendo? Naturalmente que no.
–Pero tú ya creciste, abuela.
–Muy poquito –contestó la vieja–. Dejé de crecer cuando era extremadamente pequeña, al mismo tiempo que abandoné otras feas costumbres infantiles como la desobediencia, la pereza, la voracidad, la suciedad, el desorden y la estupidez. Tú no has dejado nada de eso, ¿verdad?
–Yo soy un niño pequeño, abuela.
–Tienes ocho años –resopló ella–. Es edad suficiente para saber lo que haces. Si no dejas de crecer, pronto será demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué, abuela?...
–Y no te olvides de darle la medicina a la abuela –dijo la madre, y salió.
La abuela, que estaba dormitando en su sillón, abrió un ojillo y dijo:
–Ya oíste, Jorge. No olvides mi medicina.
–No, abuela –dijo Jorge.
–Y trata de portarte bien.
–Sí, abuela –dijo Jorge.
–Puedes prepararme una taza de té, para empezar –le dijo la abuela a Jorge–. Eso te impedirá hacer barbaridades durante unos minutos.
–Sí, abuela –dijo Jorge.
Jorge no podía evitar que le desagradara su abuela. Era una vieja egoísta y regañona. Tenía los dientes café claro y una boca pequeña y fruncida, como el trasero de un perro.
– ¿Cuánta azúcar quieres, abuela? –le preguntó Jorge.
–Una cucharada –dijo ella–.
La mayoría de las abuelas son señoras encantadoras, amables y serviciales, pero ésta no. Al parecer, no le importaba nadie más que ella misma miserable protestona.
Jorge fue a la cocina e hizo una taza de té con una bolsita. Puso una cucharada de azúcar, lo revolvió bien y llevó la taza al cuarto.
La abuela dio un sorbito.
–No está lo bastante dulce. Ponle más azúcar.
Jorge volvió a la cocina, añadió otra cucharada, removió otra vez y se la llevó a la abuela.
– ¿Dónde está el platito? –dijo ella–.
Jorge se lo trajo.
– ¿Y qué pasa con la cucharilla, se puede saber?
–Ya lo revolví, abuela.
–Prefiero revolverlo yo –dijo ella–.
Jorge le trajo una cucharita.
Cuando los padres de Jorge estaban en casa, la abuela nunca le daba órdenes de esa manera. Sólo cuando lo tenía a solas empezaba a tratarlo mal.
– ¿Sabes lo que te pasa? –dijo la vieja, mirando fijamente a Jorge, por encima del borde de la taza, con sus ojillos maliciosos–. Estás creciendo mucho. Los niños que crecen demasiado rápidamente se vuelven estúpidos y perezosos.
–Pero yo no puedo remediarlo –dijo Jorge.
–Claro que puedes –dijo ella–. Crecer es una fea costumbre infantil.
–Pero tenemos que crecer, abuela. Si no creciésemos, nunca seríamos mayores.
–Bobadas, chiquillo –dijo ella–. Mírame. ¿Estoy creciendo? Naturalmente que no.
–Pero tú ya creciste, abuela.
–Muy poquito –contestó la vieja–. Dejé de crecer cuando era extremadamente pequeña, al mismo tiempo que abandoné otras feas costumbres infantiles como la desobediencia, la pereza, la voracidad, la suciedad, el desorden y la estupidez. Tú no has dejado nada de eso, ¿verdad?
–Yo soy un niño pequeño, abuela.
–Tienes ocho años –resopló ella–. Es edad suficiente para saber lo que haces. Si no dejas de crecer, pronto será demasiado tarde.
– ¿Demasiado tarde para qué, abuela?...
TALLER # VIII
1. Lee detenidamente el cuento.
2. ¿Cómo podrías describir a Jorge?
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3. ¿En qué se diferencia Jorge de su abuela?
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4. ¿De qué manera Jorge se porta con su abuela?
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5. ¿Será que la abuela de Jorge es igual a todas las abuelitas?
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6. A que se refiere cuando Jorge dice; -¿Demasiado tarde para qué, abuela?
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7. ¿Qué opinas de tener una abuelita como la de Jorge?
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